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¿Celebridades en el pueblo de Dios?

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Una de las marcas distintivas de esta época es la obsesión con las celebridades: En el mundo del cine, de la música popular, del deporte, de la moda. Mucha gente quiere estar al tanto de lo que hacen los famosos: de lo que compran, de los lugares que visitan, de la ropa que usan; de quién está saliendo con quién, o quién se separó de quién.

Es toda una obsesión que ha creado un enorme mercado de consumo. Y lamentablemente la iglesia de Cristo no es inmune a crear celebridades: los predicadores más conocidos o los de las iglesias más grandes, los que venden más libros, los cantantes cristianos.

Incluso podemos llegar a pensar que tales personas son más importantes en la presencia de Dios que aquella madre cristiana que casi nadie conoce fuera del círculo de su familia y de sus hermanos en la fe, y que está luchando en dependencia del Señor para criar a sus hijos para Él; o aquel pastor de una iglesia rural que sólo tiene 20 miembros y que nunca va a ser invitado a predicar en una iglesia reconocida.

Pero lo cierto es que Dios no mide a Sus hijos por sus dones, y mucho menos por su fama. De hecho, Él ha determinado valerse de gente débil para que a final de cuentas sólo Su nombre sea glorificado. Esa es una de las enseñanzas de Pablo en 1Cor. 1:26-31:

“Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia. Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor”.

Somos personas ordinarias a quienes Dios ha encomendado una labor extraordinaria, para que la excelencia del poder sea de Él y no nuestra (2Cor. 4:7). A final de cuentas, es por la gracia de Dios que somos lo que somos (1Cor. 15:10); consecuentemente, debemos ministrar de tal manera que nuestro Dios se lleve toda la gloria, porque solo a Él le corresponde (Rom. 11:36).